Recordar a León Trotsky
A 76 años del asesinato deseo recordar su pensamiento y su praxis para dialogar con él y escuchar qué nos dice que nos sea útil, desde una perspectiva revolucionaria, para nuestros tiempos.
Entablar este diálogo con Trotsky supone cuestionar otras voces que dicen que con la caída del mal llamado “socialismo real” también se derrumbó el marxismo y perdió sentido el pensamiento de Trotsky. Es verdad que por fortuna cierto marxismo se derrumbó: el simplificado marxismo ortodoxo, elaborado en la época de la Segunda Internacional y refuncionalizado como ideología de la burocracia estalinista que se propalaba en manuales de Materialismo Histórico (que explicaban las leyes de la Historia) y de Materialismo Dialéctico (que explicaban las leyes de la Materia). Sin embargo, el marxismo de Trotsky siempre fue un marxismo heterodoxo, crítico, creativo, un marxismo para la praxis ética-política.
También hay voces que afirman que el marxismo ha muerto porque con el posmodernismo murió el llamado marxismo occidental o académico. Y en parte es verdad que cierto marxismo teórico, principalmente filosófico, que evadía las cuestiones políticas y el examen crítico de la dinámica del Capital, fue desplazado de las universidades por las sucesivas oleadas de estructuralismo, posestructuralismo y posmodernismo. Además, reforzando la expulsión del marxismo de las universidades, en los años iniciales de la ofensiva neoliberal se anunció el Fin de las Ideologías, de las Utopías y de la propia Historia porque -decían- el capitalismo había triunfado. Sin embargo, el marxismo de Trotsky y de los trotskistas nunca fue un marxismo académico (aunque produjo grandes obras teóricas) o filosofante, ya que se centró en el estudio del capitalismo, el análisis crítico de las sociedades burocráticas autoproclamadas socialistas y el estudio de coyuntura para la praxis política. No nos extraña que en las universidades no se recuerde el 76 aniversario luctuoso de Trotsky porque nunca lo hicieron. Pero nosotros lo hacemos cuando no es el marxismo el que ha muerto o agoniza sino cuando el capitalismo parece entrar en su fase terminal -en una crisis civilizatoria- que pone en riesgo la supervivencia de la especie humana.
Algunas otras voces sostienen que como ya no existe la URSS y el estalinismo está muerto, el pensamiento de Trotsky y el trotskismo ya no tienen sentido. Pero eso sólo lo pueden decir quienes desconocen la riqueza del marxismo de Trotsky, que va mucho más allá de su larga polémica con el estalinismo. Polémica que, por cierto, al final Trotsky ganó: los propios sucesores estalinistas de Stalin denigraron su figura una vez que éste murió y los estudiosos han documentado los crímenes de Stalin: solamente en el Gulag, de los 4 millones de prisioneros, las muertes políticas suman 1.4 millones de personas. Ya quedó registrado en la Historia el carácter contra-revolucionario del estalinismo, así como las prácticas autoritarias y carentes de ética de una burocracia que no sólo imponía sin admitir réplica sino que se dedicaba a falsificar, calumniar, secuestrar, deportar a campos de concentración, ejecutar, torturar, mandar asesinar a todos los disidentes… En contraste, la figura de Trotsky crece y se presenta como lo que fue, como un héroe trágico de nuestra época, en novelas como la exitosa El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura.
Es verdad que con el derrumbe de la URSS, el estalinismo quedó definitivamente sepultado (aunque en México parecen sobrevivir algunos de sus espectros insepultos). Sin embargo, el pensamiento de Trotsky sobrevive sosteniendo el ideal socialista y vive en la IV Internacional y en muchas otras organizaciones socialistas. De hecho, un posible signo del fin de la larga noche neoliberal es que el término “socialismo”, después de ser ensuciado por el estalinismo, vuelve a ser prestigioso entre la juventud ¡incluso en Estados Unidos!
Desde una perspectiva estratégica revolucionaria, podemos admitir que la organización trotskista resulta insuficiente para reagrupar fuerzas sociales y políticas que combatan al capitalismo, que necesitamos impulsar partidos amplios (no constituidos sobre la identidad trotskista) que, combatiendo consecuentemente al neoliberalismo, pasen a luchar contra el propio capitalismo. Sin embargo, en las organizaciones ligadas a la IV Internacional, e incluso más allá de ellas, la formación en el pensamiento de Trotsky debe ser defendida y reactivada no sólo porque es una herencia y una seña de identidad nuestra sino porque el marxismo de Trotsky es más actual en nuestros días de lo que podría pensarse.
Es verdad que ya no existe la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (cuatro mentiras en cuatro palabras, decíamos), pero desde hace varias generaciones en las escuelas se enseña que la URSS era socialista y que el socialismo fracasó. Ante tal falsedad, siempre nos es necesario decir que ninguna de las llamadas y autoproclamadas sociedades socialistas lo eran realmente. Ante la mentira oficial de que el socialismo fracasó todavía debemos aclarar:
Que existió una corriente socialista, la que viene de Trotsky, que criticó y luchó contra la dictadura burocrática y represiva que se instituyó con la traición de la revolución rusa.
Que para nosotros el socialismo sólo puede ser mundial, democrático y libertario, igualitario, sin enajenación del Capital y del Estado, sin explotación ni opresiones de ningún tipo.
Que para nosotros no puede existir el socialismo en un solo país, aunque sí revoluciones políticas nacionales en las que la clase trabajadora toma el poder político del Estado abriendo procesos de revolución permanente.
Que ese ideal socialista no sólo es nuestro horizonte estratégico sino nuestra instancia crítica para evaluar cualquier intento de romper con el capitalismo y empezar a construir el socialismo.
Cabe agregar que, si bien es cierto que el estalinismo ya no existe, la burocracia permanece y se fortalece en el capitalismo. En este sistema, una amplia capa parasitaria de sirvientes del Capital (políticos y administradores) tiene la función de vigilar y controlar no sólo los procesos políticos y económicos sino prácticamente todos los procesos de la vida social. Tal es el sentido último, por poner sólo un ejemplo, de la mal llamada Reforma Educativa: despojar a los trabajadores de la educación de sus derechos laborales para imponerles un control burocrático administrativo. Pero la burocracia no sólo es segregada por el capitalismo, también lo siguen haciendo los sindicatos y, por supuesto, los partidos institucionales -incluso los de la llamada izquierda progresista-.
Desde esta perspectiva, la crítica al despotismo burocrático refuncionalizado por el capitalismo en su fase de dominación neoliberal sigue siendo vigente.
Aclaro que no quiero recordar a Trotsky para volverlo un oráculo que va a responder a todas nuestras preguntas o que va a resolver todos nuestros problemas como revolucionarios. Sería ir contra Trotsky y contra el propio marxismo que él defendió volver sus escritos y pensamientos dogmas incuestionables y no revisables, volver sus trazos políticos líneas no modificables.
De hecho, como debería saberse, Trotsky desarrolló un marxismo no dogmático ni ortodoxo. Su herética y renovadora idea fuerza de la Revolución permanente era una concepción heterodoxa de la revolución, que iba en contra de lo establecido por el simplificado marxismo de la Segunda Internacional. Y si seguimos sus debates en torno al curso de la revolución rusa podemos detectar sin problema alguno que Trotsky revisó e incluso modificó radicalmente sus políticas. Y si conocemos sus elaboraciones políticas, podremos apreciar cómo éstas dependían siempre de las circunstancias y situaciones concretas de cada país.
Sin embargo, es verdad que los trazos estratégicos más generales del pensamiento político de Trotsky son sus grandes aportaciones para nuestro presente. Me refiero a la concepción de la Revolución permanente, la propuesta del Programa de Transición y a la necesidad de organizar el partido mundial de la IV Internacional.
Estos elementos son esenciales para definir los contornos del marxismo de Trotsky, que es una herencia que debemos saber recibir y conectar con la tareas revolucionarias de nuestro presente.
En ese sentido, quiero recordar para recuperar el marxismo de Trotsky como un marxismo crítico, innovador, creativo, heterodoxo.
Un ejemplo de ello es la poderosa concepción de la Revolución permanente. Ésta no es, por supuesto, una idea que puede brotar pensando en solitario frente al escritorio. Es una concepción que se le impone a Trotsky con el acontecimiento revolucionario de 1905 en Rusia.
El 9 de enero de 1905, los trabajadores de San Petersburgo marchaban en una enorme y pacífica manifestación al Palacio de Invierno del zar, encabezados por el pope Gapón, para suplicarle que atendiera sus quejas. El zar no sólo se negó a escucharlos sino que ordenó a las tropas del palacio que abrieran fuego contra la multitud. Esa masacre provocó un estallido revolucionario: huelgas con demandas económicas que se volvieron manifestaciones políticas, llegando a la formación de soviets o consejos, que en principio fueron formados por los representantes directos de los obreros en huelga. Trotsky llegaba de Alemania a Kiev y de ahí pasó de inmediato a San Petersburgo, desarrollando un excepcional papel de agitación y participando sin reservas en el proceso revolucionario. Con bolcheviques, mencheviques y social-revolucionarios, Trotsky asumió la dirección del soviet de Petrogrado y dirigió la batalla política contra el zarismo, generando un doble poder que luchaba arrancando concesiones sociales y por su supervivencia política.
Deutscher comenta que con la existencia del Soviet, las diferencias organizativas y políticas entre bolcheviques y mencheviques parecían desvanecerse: en condiciones de libertad política, Lenin abogaba por una elecciones de abajo hacia arriba en el partido y Mártov se cuestionaba sobre el papel revolucionario de los liberales.
Cuando el Soviet fue reprimido, Trotsky fue arrestado, encarcelado y deportado a Siberia. En esa época escribió 1905 y Balance y Perspectivas, en donde expone por primera vez su teoría de la Revolución Permanente.
Como se sabe o debiera saberse, Rusia era concebida como una sociedad atrasada y símbolo de la reacción europea. Los socialistas discutían sobre la próxima Revolución en Rusia, pero asumiéndola como burguesa.
Los mencheviques luchaban por una República democrática impulsando reformas constitucionales en alianza con la burguesía liberal. Pléjanov, polemizando con los populistas, ya había planteado la necesidad de pasar por el capitalismo, por lo que era imprescindible aliarse con la burguesía e impulsar contra el zarismo la lucha por una revolución burguesa. Axelrod y los mencheviques sostenían la necesidad de una alianza con la burguesía liberal para combatir el zarismo e impulsar reformas constitucionales que abrieran espacio a una vida pública democrática. Las tareas de la revolución socialista se postergaban en un futuro indeterminado.
Los bolcheviques luchaban por una Dictadura democrática que impulsara una reforma agraria; por eso proponían una alianza entre obreros y campesinos, pero ninguna alianza con la burguesía liberal. Lenin aceptaba la necesidad de desarrollar el capitalismo e impulsar una revolución burguesa. Sin embargo, le negaba a la burguesía liberal rusa la capacidad de hacer una revolución y, sobre todo, de impulsar una reforma agraria que afectara a los terratenientes. Sólo con una alianza entre los campesinos pobres y el proletariado se podría impulsar una revolución que se volvería una dictadura (contra los terratenientes y fracciones de la burguesía) democrática. Pero las tareas socialistas también se postergaban.
Polemizando con estas ideas, Trotsky formula su concepción de la Revolución permanente.
El “etapismo” de ambas concepciones, sobre todo de la menchevique, se correspondían con un “marxismo ortodoxo” típico de la 2ª Internacional, que daba primacía al factor económico en una concepción fatalista y monocausalista.
Trotsky cuestiona desde su 1905 “la concepción de una especie de dependencia automática de la dictadura proletaria, respecto de las fuerzas y los medios técnicos de un país”. A eso lo veía como “un prejuicio de materialismo «económico» simplificado al extremo. Tal criterio nada tiene de común con el marxismo…”
Trotsky no aceptaba ningún papel revolucionario de la burguesía liberal y veía en un gobierno obrero apoyado por los campesinos el impulso de una revolución democrática que iría más allá de las medidas burguesas, realizando tareas socialistas como la colectivización y el control estatal de la economía. Con todo, el impulso socialista sólo podía ser mundial y con la intervención decisiva del proletariado europeo.
Por cierto, con esa concepción “etapista” los comunistas mexicanos se subordinaron por largas décadas al régimen posrevolucionario que se institucionalizó como PRM que devino luego en PRI-gobierno. Para ellos la revolución mexicana era burguesa y debía cumplir sus tareas de desarrollar el capitalismo. En cambio, desde la concepción de la revolución permanente, nosotros, los trotskistas, vimos a la revolución mexicana como interrumpida, por lo que debía construirse un partido obrero independiente del régimen que aliado a los campesinos recomenzara la revolución permanente.
Con la experiencia de la revolución de 1905, a los 26 años Trotsky escribe uno de sus primeros libros notables: Balance y perspectivas. Más allá de sus dotes de escritor y del análisis riguroso y original que desarrolla en este libro, el texto está impregnado de un espíritu revolucionario. Hace un análisis de las (I) “peculiaridades del desarrollo histórico” ruso y del propio desenvolvimiento del capitalismo (II. “Las ciudades y la capital”). Examina las experiencias revolucionarias en su conjunto: revisa la revolución francesa (1789), la europea de 1848 e incluye en esa línea a la revolución rusa de 1905 (III. “1789-1848-1905”).
Estudia la relación entre (IV) “La Revolución y el proletariado”, formulando su idea de la revolución permanente. En este capítulo explica su concepción de la revolución como disputa del poder político:
“La revolución es una prueba de fuerza abierta entre las fuerzas sociales en lucha por el poder.”
Al final de ese capítulo ya apunta hacia la revolución permanente:
“Alguien puede consolarse pensando que, dentro del marco de una revolución burguesa, la dominación política del proletariado será sólo un episodio pasajero; y se puede también echar en olvido el hecho de que el proletariado, una vez en posesión del poder, no lo cederá de nuevo sin una resistencia desesperada, no lo soltará hasta que le sea arrebatado por las armas.”
Las respuestas a las interrogantes que abre sobre la posibilidad de tomar el poder con el partido del proletariado las soluciona en el siguiente capítulo: V. “El proletariado en el poder y el campesinado”, llegando a la formulación de la “dictadura obrera y campesina” como sustento de la revolución permanente.
En el capítulo siguiente, VI. “El régimen proletario”, traza las tareas democráticas y socialistas de este tipo de régimen, el ejercicio mismo de la revolución ininterrumpida. Ante sus críticos ortodoxos, examina la cuestión de (VII) “las condiciones previas al socialismo”. Concluye, en el siguiente capítulo (VIII. “El gobierno obrero en Rusia y el socialismo”) que las condiciones objetivas para el socialismo han sido creadas por el desarrollo económico de los países capitalistas avanzados, y se pregunta por las condiciones en Rusia. Aunque explica que es inevitable y posible que tomando el poder político se avance en la transformación socialista de la economía, reconoce que es imprescindible “el apoyo estatal directo del proletariado europeo”. Por eso dedica el siguiente capítulo, el IX, a la relación necesaria entre “Europa y la Revolución”, aclarando la cuestión planteada:
“Abandonada a sus propias fuerzas, la clase obrera rusa sería destrozada inevitablemente por la contrarrevolución en el momento en que el campesinado se apartase de ella. No le quedará otra alternativa que entrelazar el destino de su dominación política, y por tanto el destino de toda la revolución rusa, con el destino de la revolución socialista en Europa.”
El libro termina con un llamado a (X) “La lucha por el poder”.
Trotsky no lo sabía, pero estaba sacando las mismas conclusiones de Marx después de la experiencia de la Revolución de 1848, cuando manda una “Circular del Comité Central a la Liga Comunista” en marzo de 1850. En este documento Marx expresa abiertamente la idea de la “revolución permanente”:
“Las peticiones democráticas no pueden satisfacer nunca al partido del proletariado. Mientras la democrática pequeña burguesía desearía que la revolución terminase tan pronto ha visto sus aspiraciones más o menos satisfechas, nuestro interés y nuestro deber es hacer la revolución permanente, mantenerla en marcha hasta que todas las clases poseedoras y dominantes sean desprovistas de su poder, hasta que la maquinaria gubernamental sea ocupada por el proletariado y la organización de la clase trabajadora de todos los países esté tan adelantada que toda rivalidad y competencia entre ella misma haya cesado y hasta que las más importantes fuerzas de producción estén en las manos del proletariado.”
Por cierto, en relación a la revolución rusa, Marx no apoyó a los “marxistas rusos” como Pléjanov o Vera Zassoulitsch en 1881, que planteaban la necesidad de pasar por el capitalismo sino a los revolucionarios populistas. En sus cartas a Vera Zassoulitsch, Marx incluso explora la posibilidad de acceder al socialismo trascendiendo al capitalismo en Rusia. Todas esas ideas fueron abandonadas tanto por la ortodoxia de la 2ª Internacional como por los marxistas rusos, volviendo dogma una concepción etapista de la revolución.
Sin embargo, Trotsky no cita esos textos de Marx porque no los conocía. Él solo había llegado a esas conclusiones.
¿Cómo llegó Trotsky a una concepción que se separaba del simplismo economicista de la Segunda Internacional?
Michael Lowy recuerda que Trotsky no leyó a Hegel pero se educó leyendo a Antonio Labriola, el marxista italiano que cuestionó las concepciones economicistas y simplistas del marxismo ortodoxo de la época, restaurando los conceptos de Totalidad y proceso dialéctico, rechazando los dogmatismos y el culto a los textos, insistiendo en un desarrollo crítico del marxismo.
Para Trotsky, el marxismo es, ante todo, un método de análisis, pero no de análisis de textos sino de las relaciones sociales. Un análisis social pero desde el punto de vista de la Totalidad, como lo aplica Trotsky en Balance y Perspectivas.
Por eso hay una temprana crítica al “materialismo ‘económico’ simplificado al extremo” y, en contraste, un análisis complejo y multifactorial: histórico, económico y político, e incluso mundial, del problema de la revolución rusa.
Contra los fatalismos, Trotsky defiende la idea de descubrir posibilidades en el desarrollo histórico, planteando “posibilidades objetivas”.
Contra las concepciones mecanicistas y simplificadoras, Trotsky defiende la concepción del desarrollo desigual y combinado, es decir: la idea de la discordancia de las diversas esferas sociales así como de sus ritmos y tiempos, y la singularidad de la formación social por su combinación de formas atrasadas con formas avanzadas en el desarrollo económico.
La teoría de la revolución permanente es, para algunos, la aportación más significativa e innovadora de Trotsky al marxismo.
Con ella se abre la posibilidad en los países semi-coloniales o dependientes de trascender al capitalismo e iniciar una transición democrática y socialista, inaugurando una nueva era: la de una revolución permanente que no terminará hasta el establecimiento del socialismo como sistema justo, humanizador, igualitario y democrático a nivel mundial.
Aunque influido por Parvus e inspirado por algún artículo de Mehring, Trotsky desarrolla sus ideas de un modo propio y original, rompiendo teóricamente con la concepción fatalista, monocausalista y economicista del marxismo ortodoxo que elabora la Segunda Internacional (y que re-circuló el estalinismo). Con esta concepción desarrolla un marxismo creativo y crítico, complejo y totalizador, que hace un uso magistral del principio metodológico complejo del “desarrollo desigual y combinado”.
Con esa teoría, Trotsky predice a la Revolución Rusa de 1917 y le permite a Lenin ir más allá de la revolución burguesa, iniciando con los bolcheviques el primer experimento de transición al socialismo en la historia.
Es una teoría que, además, ha pasado la prueba de la práctica, pues se ha confirmado en todas las tentativas revolucionarias del siglo XX.
Por otro lado, la teoría de la revolución permanente se vuelve una instancia crítica de todo proceso revolucionario (por eso la burocracia estalinista la enfrentó con su absurdo ideológico del “socialismo en un solo país”). La revolución permanente es el deber ser que cuestiona a lo que “realmente” es; es el Ideal socialista y emancipatorio denunciado a lo real que se separa de él.
Por eso, la Revolución Permanente de Trotsky, que se concreta en una revolución contra el orden burgués, tiene su continuidad en su lucha por una revolución cultural que dé un “nuevo curso” anti-burocrático a la revolución rusa, así como en su lucha por una revolución política contra el estalinismo y la “revolución traicionada”, y, finalmente, en su batalla por fundar una nueva organización mundial, la IV Internacional, cuya tarea es impulsar a la revolución ininterrumpida a nivel mundial.
Esta concepción de la Revolución permanente no sólo fue renovadora o heterodoxa en el marxismo de la época sino que, además, traza las perspectivas revolucionarias del presente para todo el mundo.
Nunca como ahora, que las políticas neoliberales asfixian las libertades democráticas y aniquilan las conquistas sociales -tanto en los países periféricos, semicoloniales o dependientes como en los países imperialistas- se hace necesaria una revolución permanente que luche por el poder político para satisfacer las demandas democráticas -trascendiendo las limitaciones liberales y burguesas- para resolver las demandas económicas y sociales en una dinámica que necesariamente debe ir más allá del marco capitalista nacional.
Hoy recordamos a Trotsky y su ejemplo y éste nos dice que necesitamos un marxismo crítico, renovador, creativo, heterodoxo, que dialogue con otras tradiciones y discuta con libertad y apertura. Nos dice que nunca más se debe apelar a los dogmas, a las descalificaciones, al culto a los textos. Nos dice que no repitamos los procedimientos estalinistas de censura y ataque personal. Que el marxismo es por esencia crítico y antidogmático y que, por eso, pueden existir muchos marxismos que deben dialogar entre sí.
Pero también quiero recordar para recuperar el marxismo de Trotsky como un marxismo militante, un marxismo comprometido con la praxis revolucionaria.
Es verdad que Trotsky fue un innovador en el marxismo pero nunca fue un teórico, un intelectual (dedicado por entero al pensamiento) o un académico. Él pensó y teorizó siempre para la praxis revolucionaria, para la praxis ética-política que busca transformar al mundo.
Escribe, y escribe muy bien, para hacer política. Escribe cientos de artículos, también escribe panfletos y folletos, incluso volantes (no en vano lo apodaron La Pluma), pero escribe para agitar, para trazar políticas, para lanzar consigas, para polemizar. También escribe brillantes libros para reflexionar y analizar situaciones concretas, sacando siempre conclusiones políticas (incluso cuando escribe sobre el arte).
Trotsky siempre estuvo comprometido con la praxis.
Trotsky fue un militante y por eso su marxismo fue un marxismo militante. Por ello es injusto el camarada Enzo Traverso (destacado historiador que fue ayudante de Mandel) cuando critica a Trotsky como intelectual en la revolución. En ¿Qué fue de los intelectuales?, Traverso dibuja a un Trotsky intelectual que se pasea por París y Viena, discutiendo en los cafés y viviendo de su pluma como periodista, pero que cuando accede al poder, como jefe del ejército rojo durante la guerra civil, se vuelve “una especie de filósofo-rey” ya que propone la dictadura del partido, la militarización de los sindicatos, la ejecución de rehenes, etc. Se vuelve, dice, un hombre de poder en el sentido maquiavélico. Sólo recupera su papel de intelectual cuando critica al estalinismo.
Sin embargo, Trotsky no se comportó como un intelectual durante la revolución rusa (pese a sus sobresalientes dotes intelectuales) ni cuando luchó contra la burocracia estalinista. Trotsky actuó como un militante. De hecho, perdió debates importantes y acató lo que el partido resolvía. Todos sabemos que no fue un político maquiavélico en su lucha contra Stalin. De haberlo sido, podría haber utilizado al ejército rojo que comandaba contra Stalin. –“Entonces, Stalin habría sido yo”- contestó alguna vez Trotsky cuando le preguntaron por qué no lo hizo. Traverso lo reconoce cuando dice que Trotsky no eligió el camino de la confrontación por la fuerza con el estalinismo sino la batalla en el plano de las ideas. Pero eso no lo reduce a un intelectual sino a un militante que lucha por sus ideas en una organización política, agrupado (en la Oposición de Izquierda) y tratando de democratizar la discusión partidaria.
Ya como profeta desterrado, y pese a las insistencias de muchos de que se dedicara a escribir y a no perder el tiempo con los debates interminables intentando formar la IV Internacional, Trotsky nunca abandonó su compromiso militante: su compromiso de organizar, incluso en las peores condiciones, un partido internacional.
Gracias a él, el trotskismo nunca practicó el marxismo ortodoxo que se volvió ideología de la burocracia estalinista ni se volvió un marxismo académico, desligado de la praxis política. El trotskismo fue, es, debe ser un marxismo militante que piensa y repiensa todo en función de la praxis revolucionaria.
Por último, quiero recordar a Trotsky para recuperarlo como modelo de un marxismo intransigentemente ético.
Daniel Bensaïd presenta a Trotsky como un ejemplo de la apuesta melancólica que todo revolucionario hace. Trotsky apuesta su vida y todas sus facultades por el ideal más grande que puede haber con la conciencia de que no le tocará verlo ni vivirlo.
Sin embargo, la figura del apostador melancólico no alcanza para valorar a Trotsky. De hecho, si se conoce la vida de Trotsky, ésta resulta apasionante y nos impresiona hondamente porque en ella se nos presenta la figura de uno de los pocos verdaderos héroes trágicos de nuestra época.
Un héroe es aquel que se enfrenta sin doblegarse nunca a una fuerza negativa que sabe que lo sobrepasa. Un héroe combate a veces solo, quedándose solo, a una fuerza inmensa con la conciencia de que ésta al final terminará con él. Como muchos otros, puede claudicar pero nunca lo hace, nunca deja de combatir. Por eso, esa fuerza terrible no logra vencerlo porque nunca dejó la lucha y nunca se doblegó.
La triste historia de los comunistas del siglo XX es una historia de doblegados ante el peso del estalinismo. Miles de militantes e intelectuales prefirieron creer en Stalin y no pensar y mucho menos criticar. Por eso el simplificado y dogmático marxismo ortodoxo se difundió con mucho éxito.
Muchos otros sabían lo que significaba el estalinismo y decidieron callar lo que sabían. Algunos de ellos eran intelectuales que prefirieron no abordar temas políticos y la crítica al estalinismo. Mejor se dedicaron a la Estética y a la reflexión sobre el arte (como el Lukács maduro o el joven Sánchez Vázquez), o a la epistemología (como la escuela de Della Volpe en Italia o la escuela de Althusser en Francia), o a la crítica de la razón instrumental y la sociedad unidimensional (como la Teoría crítica), etc. De esa manera se cultivó lo que Perry Anderson llamó el marxismo occidental, en realidad un marxismo filosofante, académico, universitario y alejado de la política, de la crítica al estalinismo o a la dinámica del Capital.
Otros sabían lo que era el estalinismo y lo defendían como “socialismo real”. Cuando éste se derrumbó, pasaron de inmediato al anti-comunismo o a posiciones socialdemócratas, justamente cuando ésta viraba de lleno hacia el liberalismo político (que lleva en sus entrañas al liberalismo económico: al neoliberalismo).
Hanna Arendt diría que todos esos comunistas sucumbieron, como muchos nazis, a la banalidad del mal porque no ejercieron su conciencia ética crítica. Y era difícil hacerlo porque había un supuesto bloque socialista con mucho poder económico y político. O porque el dogma, la descalificación y la delación eran las formas de un inexistente debate entre comunistas. O porque muchos de ellos vivieron aterrorizados hasta no sólo doblegarse sino quebrarse y perder toda dignidad.
Para su desgracia hubo alguien que fue un intransigente ético que por su sola existencia los condena a todos ellos: León Trotsky.
-“Yo no soy Trotsky”- exclama Bujarin cuando se autodenigra en los procesos de Moscú.
¿Qué significa su expresión en ese contexto?
-“Yo no tengo el valor, la firmeza, la fuerza, la consistencia e intransigencia ética de Trotsky para enfrentar a Stalin y todo lo que representa”.
Esa intransigencia ética de Trotsky es otra herencia que con orgullo debemos defender.
Por todo eso, además, debemos recordar a León Trotsky, leerlo, dialogar con él, aceptar los desafíos estratégicos y revolucionarios que nos heredó.
En realidad, la obra histórica, política, literaria y crítica de Trotski sigue siendo dusfrutable y ejemplar: su libro autobiográfico (Mi Vida) parece novela. Sus dos tomos sobre la Historia de la revolución rusa también parece una novela y son una importante aportación a la explicación y comprensión de dicho acontecimiento histórico. Su crítica inicial a la burocratización del proceso revolucionario apela a cambios significativos desde la vida cotidiana (El Nuevo Curso) y su explicación a La revolución traicionada no se centra en el personaje de Stalin sino en las dificultades del proceso revolucionario ruso. Su análisis sobre el fascismo alemán (Alemania, la revolución y el fascismo) es ejemplar, incluso su biografía sobe Stalin es objetiva y muy interesante, etc. En su muy extensa obra, encontramos una escritura clara y entretenida, objetiva y apasionada, crítica y autocrítica, pero siempre centrada en la cuestión de la Revolución, no como lucha personal sino como cuestión histórica. En ese sentido, en su vida, sus acciones y su obra se preserva el aliento de la utopía revolucionaria.
Por eso, recordar a Trotsky es sorprenderse de que su pensamiento y ejemplo vital sigue vivo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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