¡Sustentabilidad, cuantas tonterías se dicen en tu nombre!
Dubai, asentada en una zona en extremo agreste, quema millones de barriles y de pies cúbicos de combustibles fósiles para climatizar sus casas y rascacielos de cristal. Calienta gran cantidad de agua salada para abastecerse del líquido vital. Ocupa cada vez más superficie en el desierto y en el mar inclusive, enterrando arrecifes de coral y dragando toneladas de arena para construir islas artificiales. Y como máxima hazaña -por ahora- está la construcción del primer complejo de esquí cubierto del Cercano Oriente.Con semejantes antecedentes, Dubai -parte de un multimillonario emirato petrolero- se proyecta como “Ciudad Sostenible…” Una aberración auspiciada incluso por la prestigiosa National Geographic, fruto de un enorme despliegue propagandístico.
Hoy todos hablan de sustentabilidad. El término florece por doquier. Su empleo indiscriminado ha hecho que -casi- todo pueda ser sustentable, superando o incluso ignorando el profundo origen del término. Es más, se define como sustentable hasta cuestiones que en esencia no lo son, ni pueden serlo, como las ciudades modernas. En efecto, muchas ciudades modernas se presentan “sustentables”, cuando bien sabemos que su huella ecológica supera con creces la superficie urbanizada. Incluso se habla de un crecimiento económico sustentable, cuando es obvio que en un mundo con límites biofísicos finitos es imposible un crecimiento permanente en el tiempo, es decir sustentable. Quizá la mayor de estas aberraciones surge al hablar de minería o explotación de petróleo sustentables. Y no deja de ser una manipulación del término la pretensión de presentar como sustentable la generación de electricidad utilizando combustibles fósiles, como lo hace, para mencionar apenas un caso, la RWE (Rheinisch-Westfälisches Elektrizitätswerk AG, empresa alemana del sector energético fundada en 1898) que quema lignito del Hambacher Forst en Alemania, una de las últimas reservas de bosque en dicho país.
En definitiva, se ha vampirizado el sentido profundo de la sustentabilidad. Su empleo se ajusta a los más diversos intereses, sobre todo económicos. La sustentabilidad devino en mero comodín, como muchos otros comodines del fetichismo capitalista. Fetichismo que, dicho sea de paso, parece tener precisamente la capacidad de vampirizar todo concepto que intente oponerse a la civilización de derroche del capital.
Así, urge retornar a los orígenes del término “sustentabilidad”. Su entrada en escena a nivel global se produjo en 1992, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro. Entonces la “comunidad internacional” se propuso articular un modelo de desarrollo que trace parámetros comunes para asegurar, en conjunto con el desarrollo económico, el bienestar social y ambiental de la Humanidad: el tan promocionado triángulo de la sustentabilidad. El punto inicial de esta decisión es el Informe Brundtland, elaborado en 1987, que confrontó el desarrollo -hasta entonces convencional- con las demandas ambientales.
Proponerse satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de futuras generaciones, fue un cambio importante. Aún más estricto, se propuso una evolución donde el uso de los recursos naturales pueda sostenerse en el tiempo. Este fue un punto de inflexión para empezar a reflexionar -en serio- sobre los límites del desarrollo tradicional, luego del relativo fracaso del Informe del Club de Roma en 1972.
El desgate de la “sustentabilidad”, junto con las limitaciones del “desarrollo”, obligan a hurgar en los orígenes de los conceptos. La práctica sustentable se pierde en el tiempo. Comunidades indígenas en todo el mundo han demostrado que el ser humano puede organizar formas de vida sustentable. Su vínculo con la Pachamama o Madre Tierra es más que una metáfora. Ella representa “ la integridad del espacio y el tiempo ”, nos recuerda Yaku Pérez Guartambel, un líder indígena ecuatoriano, quien nos dice que “así como nadie desprecia ni domina a su madre biológica, igual los runas (seres humanos, en kechwa) no sometemos, sino que reciprocamos con amor a la Pachamama”.
Antes de derivar conclusiones desde esa aproximación profunda, cabe recordar que un alemán -aristócrata- habría sido quien plasmó por primera vez por escrito el término “sustentabilidad”. Hans-Carl von Carlowitz, jefe minero, preocupado por la crisis de la madera -que golpeaba a la Sajonia y a otros países en Europa- planteó la necesidad de no explotar más madera que la que se puede reproducir para sustituirla.
Este personaje, en su “Silvicultura oeconomica” (1713) fue más lejos. No solo se preocupó de que se mantenga la explotación de la madera en márgenes razonables, sino que propuso proteger el bosque, no su simple sustitución por plantaciones. Como rescata Ulrich Grober -en su estupendo libro “Die Entdeckung der Nachhaltigkeit – Kulturgeschichte eines Bregriffs”- Carlowitz se preocupó por la diversidad y la integridad de los sistemas ecológicos. Se opuso al dinero fácil, como aquel que se obtiene al cortar un bosque (una renta extractivista). Para él no era tan importante incrementar el bienestar material tanto como la felicidad. Incluso planteaba satisfacer las necesidades básicas en tanto todos tienen derecho a alimentarse y sobrevivir. Y, aunque sorprenda a algunos, Carlowitz -en plena expansión imperial europea- se opuso a la colonización como mecanismo que asegure la sustentabilidad explotando los recursos naturales de otros territorios y países.
De este relato sobre Carlowitz surgen varias banderas de batalla a corto plazo que merecen ser enarboladas: la renta vital mínima para toda persona; el combate al dinero fácil propio de la especulación, por ejemplo, imponiendo el Impuesto Tobin y liquidando los paraísos fiscales; el decrecimiento para construir sociedades no atadas a la religión del crecimiento económico permanente; el cambio de las reglas del mercado mundial, que condenan a unos países a sacrificar su sustentabilidad para conseguir recursos que financien la invocación al fantasma del “desarrollo”; estas y otras propuestas conllevarían a profundas transformaciones.
Pero quizá su aporte más profundo radica se lo puede proyectar desde su amor a la tierra: “Mater Natura”, la “Madre Naturaleza”, en sus palabras. De allí, en paralelo a la visión a la Pachamama indígena, se puede avanzar hacia un cambio civilizatorio enfocado a la sobrevivencia humana en el planeta. Supervivencia que debe basarse en la superación del antropocentrismo, inspirándose en visiones biocéntricas -o incluso una posición carente de todo centro-, basadas en una ética que acepte valores intrínsecos a la Naturaleza y la Humanidad y que ponga fin a la creciente mercantilización de ambas.
En otras palabras, no se trata de buscar un imposible equilibrio entre economía, sociedad y ecología (usando como eje articulador oculto al capital). El ser humano y sus necesidades deben primar siempre -más aún sobre el capital-, pero jamás oponiéndose a la armonía de la Naturaleza, la base fundamental para cualquier existencia.
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Economista ecuatoriano. Exministro de Energía y Minas. Ex-presidente de la Asamblea Constituyente. Alberto Acosta recibió el Premio Hans Carl von Carlowitz Sustentabilidad 2017, conjuntamente con uno de los mayores expertos en cambio climático en el mundo, el Profesor Joachim Schllenhuber, director del Instituto de Investigaciones del Clima en Potsdam. La entrega del Premio fue el jueves 23 de noviembre en Chemnitz, Alemania.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en o
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